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"Cúlpese a la adorable, maravillosa, única, jodida hija de la chingada que me abandonó y que se llama...!"

La francesa.





Roberto Bolaños. 
Los perros románticos.








Una mujer inteligente.
Una mujer hermosa.

Conocía todas las variantes, todas las posibilidades.
Lectora de los aforismos de Duchamp y de los relatos de Defoe.
En general con un auto control envidiable,
Salvo cuando se deprimía y se emborrachaba,
Algo que podía durar dos o tres días,
Una sucesión de burdeos y valiums
Que te ponía la carne de gallina.
Entonces solía contarte las historias que le sucedieron
Entre los 15 y los 18.
Una película de sexo y de terror,
Cuerpos desnudos y negocios en los límites de la ley,
Una actriz vocacional y al mismo tiempo una chica con extraños rasgos de avaricia.

La conocí cuando acababa de cumplir los 25,
En una época tranquila.

Supongo que tenía miedo de la vejez y de la muerte.
La vejez para ella eran los treinta años,
La Guerra de los Treinta Años,
Los treinta años de Cristo cuando empezó a predicar,
Una edad como cualquier otra, le decía mientras cenábamos
A la luz de las velas
Contemplando el discurrir del río más literario del planeta.
Pero para nosotros el prestigio estaba en otra parte,
En las bandas poseídas por la lentitud, en los gestos
Exquisitamente lentos
Del desarreglo nervioso,
En las camas oscuras,
En la multiplicación geométrica de las vitrinas vacías
Y en el hoyo de la realidad,

Nuestro absoluto,
Nuestro Voltaire James Rhodes,

Nuestra filosofía de dormitorio y tocador.
Como decía, una muchacha inteligente,
Con esa rara virtud previsora
(Rara para nosotros, latinoamericanos)
Que es tan común en su patria,
En donde hasta los asesinos tienen una cartilla de ahorros
y ella no iba a ser menos,
Una cartilla de ahorros y una foto de Tristán Cabral,

La nostalgia de lo no vivido,

Mientras aquel prestigioso río arrastraba un sol moribundo
Y sobre sus mejillas rodaban lágrimas aparentemente gratuitas.

No me quiero morir, susurraba mientras se corría

En la perspicaz oscuridad del dormitorio,

Y yo no sabía qué decir,
En verdad no sabía qué decir,
Salvo acariciada y sostenerla mientras se movía

Arriba y abajo como la vida,
Arriba y abajo como las poetas de Francia
Inocentes y castigadas,

Hasta que volvía al planeta Tierra

Y de sus labios brotaban
Pasajes de su adolescencia que de improviso llenaban nuestra habitación Con duplicados que lloraban en las escaleras automáticas del metro,
Con duplicados que hacían el amor con dos tipos a la vez
Mientras afuera caía la lluvia
Sobre las bolsas de basura y sobre las pistolas abandonadas
En las bolsas de basura,

La lluvia que todo lo lava
Menos la memoria y la razón.

Vestidos, chaquetas de cuero, botas italianas, lencería para volverse loco,
Para volverla loca,
Aparecían y desaparecían en nuestra habitación fosforescente y pulsátil,
Y trazos rápidos de otras aventuras menos íntimas
Fulguraban en sus ojos heridos como luciérnagas.

Un amor que no iba a durar mucho
Pero que a la postre resultaría inolvidable.

Eso dijo,
Sentada junto a la ventana,
Su rostro suspendido en el tiempo,
Sus labios: los labios de una estatua.
Un amor inolvidable
Bajo la lluvia,

Bajo ese cielo erizado de antenas en donde convivían
Los artesonados del Siglo XVII
Con las cagadas de palomas del Siglo XX.
Y en medio

Toda la inextinguible capacidad de provocar dolor,

Invicta a través de los años,
Invicta a través de los amores Inolvidables.

Eso dijo, sí.
Un amor inolvidable
Y breve,
¿Como un huracán?,
No, un amor breve como el suspiro de una cabeza guillotinada,

La cabeza de un rey o un conde bretón,
Breve como la belleza,

La belleza absoluta,

La que contiene toda la grandeza y la miseria del mundo

Y que sólo es visible para quienes aman.

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