La lectura del cuento debe realizarse con "Ólafur Arnalds - Loftið Verður Skyndilega Kalt" de fondo.
Eres un ser
despreciable.
Te
aborrezco, me das nauseas. Me produce el vómito gastar mi sentir en tu esencia.
Vacía no, estás llena de excremento, ¡repulsiva!
Así no debió
comenzar esto, no debiste haber existido. Odio tus antepasados, tus ancestros
que te crearon. El tiempo que estuviste en el vientre de tu madre, tu primer
llanto y tu insuficiente deseo de vivir. Te detesto sobremanera, no te soporto.
Eres una enfermedad incurable, una epidemia que destierra la sobrevivencia en
esta Tierra. Me sangran los ojos, mis poros infectados se revientan al tocarme,
mis intestinos están llenos de mierda, y más que mis pulmones podridos, ¡Mi
maldito cerebro!
Mis días
transcurren buscando el mejor método. Algo, algo que no deje ni una célula
tuya, ni un solo átomo tuyo: un vacío lleno de nada, una existencia invisible,
algo que anuncie que no has vivido.
Un cómo
lleno de porqués, un arma blanca sin manchas, una escena sin crimen, un favor a
este mundo. Es lo mejor que puedo hacerme: deshacerte en mí. A ti no puedo
matarte porque deberías vivir primero, y tú no eres más que un ser muerto,
lleno de gusanos y con olor a destierro. ¿Asesinarte? No mereces tanto
esfuerzo.
Me
avergüenzo de vivir, vivir por ti.
Son las
cinco de la mañana, abro la ventana y doy vueltas en la cama con un silencio
completo que, sella mi boca y los ruidos del tiempo hasta que llega el lucero.
No he dormido nada bien, he soñado todas las maneras posibles de terminar con
esto.
Me pongo los
zapatos y busco una bebida caliente que no sea café –sabe tanto a ti, al luto
de tu recuerdo-. Pongo a hervir agua en lo que medito que hierbas poner para
endulzar de manera natural mi taza de té; menta y miel, cualquier cosa que advierta
vida dentro de mí. No hay flores en la casa, se han secado todas con la helada,
has traído el peor de los inviernos, el aire frio atraviesa las puertas y las
ventanas cerradas, se cuela la temperatura de tus manos de muerto. No hay
habitación que no tenga la temperatura de tu cuerpo. Y mi té queda listo.
Es un día
soleado de invierno, sin embargo, en la sala de mi casa sólo vislumbro una
neblina nauseabunda, incluso respiro con incomodidad. Enciendo el extractor del
aire, pongo un poco de incienso de lavanda y las velas de olor a mar llenan la
casa. La casa. Este ataúd sin tierra encima.
Suena el
teléfono sobre la mesa. Por primera vez dejo que suene a pesar de la ansiedad
que me provoca, que suene hasta que se harte el otro tanto como yo. No resisto
y reviso el identificador, no eres tú. Navego por las zonas que te dieron todo,
no sé dónde detenerme para no pensarte. No tengo hambre, pero me alimento con
asco. Busco en el refrigerador y no hay más que un par de huevos y un pedazo de
queso, hago huevos duros y le doy el queso a los ratones que se comen las plantas
marchitas del patio. No sé si es el frío, pero, mis pies me duelen como si
hubiese bajado un sendero inmenso. Me quedo a lado de la estufa hasta que los
huevos quedan listos. En mi mesa estorban las sillas, el mantel, los cubiertos,
inútiles objetos. Contemplo mi plato, insípido, mi té frío. Recuerdo el cuento
de Clarice Lispector, “El Huevo y la Gallina”, te lo he enviado en una nota de
voz, y al vernos no sólo recuerdo, sino que vivo de nuevo las horas que pasamos
en el Café de la esquina de la Plaza Mayor, discutiendo, y hablando de la magia
y del existencialismo del cuento. Y saco de la bata mis notas de aquel día –mi
té ya no sirve y mis huevos están fríos- leo detenidamente ese momento:
“Lunes, 13 de Agosto. Hay que estar en el lugar donde hay
una historia que contar. Hay que escribir de lo que no se puede escribir.
Fuera de mi casa, del abrazo de mi perro, no hay lugar más
tranquilo que me de el libre albedrio de mi tiempo como lo es una estación de
café, una taza de americano, un cuaderno, un libro abierto y una planta en el
centro de la pequeña mesita de madera. Tengo una hora, mejor dicho, me quedan
35 minutos para otra vez tener un objetivo por hacer. Mientras tanto, escribo
un título para que el cuaderno no se sienta solo, como yo al fondo de esta
bonita cafetería, incluso, el ventanal se asoma a leerme dándome su luz como
compañía. Quiero escribir un ensayo sobre “Los lugares de la espera” pero, el
tiempo de ver las cosas es muy costoso, más que los treinta pesos de mi taza de
café. ¿En qué instante se vive? En este con aroma a café o afuera con olor a
atardecer. ¿Se suma la dualidad del sueño en el anochecer? Horas antes, he
muerto sin morir, he perdido un amigo y un amor. Y, me digo que, todo fue un
sueño. No obstante, ¿En qué instante se vive? Gritar todas las realidades no me
dará la respuesta: la paloma, los niños, la señora que bosteza, el joven que
lee el periódico, el teatro Isauro, ni siquiera el árbol o las escaleras
interminables, ni el viento...
[Te he visto llegar a la hora acordada, te vi en el reflejo
de mis lentes, te escuché bajar del ómnibus, tu caminar pesado y arrítmico
–casi al son de tu corazón-. Te vi entrar mientras yo escribía al paralelo en
el que ordenas un espresso, no haces por
buscarme con la mirada, apuesto que tus ojos están en otro mundo, te siento
respirar hondo para soportar esta Tierra que no es la tuya. Por fin, te sientas
sin decir palabra, y bajo tus lentes oscuros, tus pestañas mojadas que me dan
la bienvenida al inicio del cosmos. Le sonrío a esta página, apago la música en
mis oídos, y ya no me pregunto – o, ya no me interesa- en qué instante vivo. Es
la realidad que vivo: tu sombra, tu aura, tu estela, tu ausencia, tu ser
absoluto en dimensiones alternas, paralelas a mi tiempo que acortan la distancia.
Hasta que te acercas, y sé entonces que, no tengo necesidad más que de vivirte.
En los sueños, al cerrar los ojos, en el desvelo y el insomnio, en el mar y el
desierto, sobretodo, mi amor, en la espera. Ese lugar donde unificas mis horas
y tienen sentido mis días, y, en cada aliento que no se pierde si va a
buscarte.]”
“Lo que no sabes de mí es lo que realmente
importa” con eso abriste mi mente y las vías de toda mi vida aquel día, y
los siguientes. A mí nunca me abandono la magia y la literatura. A ti te
abandonaste tú. Y con eso, me olvide de mí porque yo ya no existía, mi yo no
era yo sin pensarme en ti. Ahora no como ni un huevo duro, ni un té frío, y
aborrezco los días de otoño e invierno como todo lo que te reclama para seguir
viviendo. He dejado la mesa para subir a mi habitación y meterme otra vez a la
cama, ya es mediodía, y no tengo sueño, pero necesito un placebo donde
buscarte.
Despierto y
son las seis de la tarde, esa hora en que acaba e inicia otra vida. No puede
encontrarte y ya es eso una pesadilla que no quiero nombrar. Sin embargo, no
olvido mi objeto: el método. El closet está entre abierto y voy a ducharme con
la música instrumental que descubrimos en nuestro primer viaje a Islandia. No
supe nunca el significado de esa música, sólo sé que esa canción sueña contigo
cuando la pongo en el altavoz del teléfono que aún no registra tu llamada.
Todos los objetos me desnudan, en tanto el agua es tan fría y no me importa que
no se dibuje el vapor en el espejo. Ya no tengo tu rostro para dibujar mientras
durabas horas bajo la regadera, lavándote los pensamientos. Casi olvido que hay
-3° en el termómetro y salto a ponerme un traje elegante para hacer lo que hay
que hacer. Me puse los guantes de piel que robé al viejecillo del tren que nos
llevó a la casona entre las montañas de Islandia. Huelen a tu mente, a naranja
o durazno, nunca supe de donde venía ese aroma tuyo. Bajo las escaleras en
silencio. Busco aquel libro de “métodos” que compramos en Querétaro. Cuantas
veces no buscamos el ideal, sólo por jugar. Ninguno era útil y digno para
nuestros fines. Todos, demasiado vulgares. Hoy, elegiría uno al azar.
El frasco de
Cianuro –lo compré cuando te fuiste, porque lo odiabas tanto como a
Dostoievski- se quedó abierto anoche. Tobías, tu gato, se lo ha tomado todo. Lo
escuché caer en el estudio. Seguramente, aborrecía el nombre tan horrendo que
elegiste. Se ha vengado.
Ando por el
pasillo sin pensar, o eso creo. Sabes bien que decidir es lo que más me lleva
tiempo.
Ha
oscurecido. Abro una botella de vino, dejo que se escape todo. No voy a
beberlo. Enciendo la chimenea, no queda ni una sola vela. Truenan los leños, uno
tras otro, cientos de veces. Y de rodillas al fuego veo tus fotos, tengo más
fotografías tuyas que palabras en el diccionario. Mi obsesión fueron tus ojos.
No dejo de verlas, son más bellas ahora, a la luz del fuego. Nunca supiste lo
que pensaba cuando clavabas tus pupilas en mí. No hubo una sola vez que no te
leyera como a mi cuento favorito de Poe, “Ligeia”, me sentía el más ferviente
de los astrónomos.
Arde mi piel
de recordarte. Me lleno de deseos consumados. Cada vez que te sostuve entre los
dedos, esas veces que te sentía abducida, tan frágil como tus huesos. Ese
segundo que me dura hasta hoy, es lo único realmente mío. Tu éxtasis, tu risa,
tu clímax. Entre más intentaba agotarte, más me sofocaba de un idílico aire. “Existo,
luego sé”. Esa fue la línea que te contesté cuando vi tu nota en esa mesa de
café. Las palabras nunca dichas, el lenguaje nuevo, tu creación. Ahora, sólo sé
y tomé la decisión. No te faltaré a la promesa que le hice a la naturaleza
cuando le prendí fuego a ese trozo de papel.
Ayer, todos
los hoy son ayeres. El mismo día que dejaste la puerta abierta y entro el frío
que ya no se fue jamás. Pasaron años según la última hoja del almanaque, y yo
comienzo y recomienzo de la misma manera. Despierto de madrugada a cerrar la
puerta y a buscarte.
En mi locura
tuve un halito de luz. La realidad me dio tu ser. Y escribí en una hoja del
cuaderno que vio tu última nota, lo que hay al inicio de este documento. La
verdad.
Voy por
todos los leños que dejo el otoño, el patio trasero está infestado de insectos,
no tengo miedo. Sólo existe un lugar a donde puedes ir: al origen. Y allí he de
ir. Pero, antes voy devolverme mi soledad. A deshacerte en mí.
Truenan los
leños miles y miles de veces, me alcanza su ruido como la sombra del olvido. Ya
olvidé tu nombre, un antes de encontrarte para no saber quién eres. Tus
fotografías se fueron primero, luego, Tobías. Ahora la mesa y la nota del 13 de
agosto le siguen. Y la música me acompaña, ahora sé que significa soñar
contigo. Nunca te fuiste.
Y te aborrezco
por dejarme mentirme. No va a quedar nada tuyo, ni tu sombra, cuando el ultimo
leño se consuma. Te lo voy a quitar todo, te dejaré eterna. No habrá nota, ni
tu cuaderno, ni este documento. Nada que registre o avise que fue todo por
muerte natural.
Salvos
somos, amor.
St. Alexia
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