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28 de octubre.

Vuelven los ojos a ver el reloj de la plaza. Y en un parpadeo estoy en el medio día; en esta banca fría, frente a la fuente sin agua. Hoy no hay cursos, talleres, ni dogmas a seguir. Siento los pulmones limpios en cuanto respiro profundo.
El clima de los últimos días de Octubre en un desierto como el que en mí vive, es caliente y es frío en cada duna que se eleva en el horizonte del cuerpo. Es el sueño del sol que me cegó, y el viento que heló mi razón, como el que sopla las hojas bajo mis pies. El invierno que se hace notar toma de los días primeros de un Noviembre naranja toda la fuerza para vencer las estaciones de una vida.
Estos días las calles están más vivas que nunca: el pavimento, las plazas, los museos y los teatros, los transeúntes, los colores, los cactus, las palomas, las flores y los locos, gritan ¡Que vivan los muertos!
A ellos tanto les debo. Desde que aborde el autobús que me trajo hasta esta banca, la voz de un ave dejó en mi pensamiento un proverbio -me asusta-  que repito “Proverbios 8:36: Pero el que peca contra mí, a sí mismo se daña; todos los que me odian, aman la muerte.” No puedo dejar de repetirlo como si cada palabra viviera en mi mente. No entiendo. ¿Por qué entonces tengo la memoria de sus ojos y el dulce recuerdo de su voz?

Veo con gusto y asombro a todos los que en estos días caminan siguiendo los cálidos pasos de Mictlantecuhtli. Tal vez, sin conocer su nombre pero, sabiendo el camino que se abre entre cada uno de nosotros  iluminado con la luz del inframundo. Los vientos del otoño encienden los olores de mi entorno. Incluso, en la cotidianidad de mi paisaje hay calma en las ánimas que aquí andan como estatuas de la Plaza de Armas. Hay un par de ancianos que venden semillas y caramelos, un joven vende como si hubiera bajado de la misma montaña del sol la flor de cempasúchil. La flor que no muere nunca. Unos niños comen azúcar de las calaveras de dulce. Otro viejo, se sienta junto a mí en la misma banca. Quizá, piensa en la bienvenida venidera a la gran fiesta, creo que también observa este cuadernillo vivo sobre mi regazo. Él con todas las épocas vividas y yo sin nada que contar, nos une por este instante la misma estación. Yo, también, espero el umbral que nos abraza a todos los seres desde el inicio de los tiempos. Así con mi piel tensa, mis rizos negros, una pasajera energía matinal, y mis pupilas de niña, me siento a medio día a observar lo inevitable. He crecido en la nación que cimbra los portales de todos los mundos.
Tengo un poco de frío, mis huesos no soportan mucho, tal vez debería comprar algunos dulces y cigarrillos. Huele a panquesillos de nata y me apetece mejor esa opción. En veintitrés años viniendo a esta plaza es la primera vez que los comeré. Son como los suspiros del último aliento de un lugar que no tiene nada que ofrecerme ya, por ahora, sólo alimentar mi boca.


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