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Días de enero.




Estoy sobre la cama sin ordenar, boca abajo, leyendo lo que Sofía ha escrito: soy un monstruo.
¿Qué demonios está tan mal conmigo? – Me pregunto a cada palabra que leo. Lo he jodido todo y yo ni puta idea. El amor de mi vida cree con toda su alma que la he usado como trofeo para satisfacer mis deseos. Así, como un maldito ser tan despreciable. La he hecho dudar de su amor por mí, de estar conmigo, me le he impuesto, carajo, y no me he dado cuenta. Por eso no quiso ni verme a los ojos, ni tocarme, ni pasar a mi costado, ni abrir mis mensajes, mucho menos responder a mis extensos párrafos proclamándole un amor que ella nunca creería. No puedo aceptarlo, pero, mi cabeza no me deja de decir que tiene razón. Nunca he sabido demostrar ni un racimo de amor puro.


He estado en mi habitación por días, sin salir de la cama, mi madre se pregunta si he comido- lo que cual es evidente que no- quiero recargar en la distancia que me pone Sofía mi roto corazón. No es así, detrás de mi puerta hay un mundo que he dejado solo: mi casa, mi madre, mis hermanos y la pequeña Victoria…mis perros, incluso, que me han enseñado todo. Y no he sido capaz de cambiar mis actos ni mis modos y darles un poco de cálida atención. Es por todo esto que desde la muerte de mi abuelo siento la abrumadora necesidad de pedir perdón. No he llorado ni una sola lagrima en el funeral, a lo mucho una brisa de tristeza. Ese día al llegar a casa, después de un día de no saber nada de Sofía, le he preguntado el porqué de su ausencia –estaba agotada en el sillón, por fin a solas- y como cada una de nuestras conversaciones, la recuerdo exactamente, aunque es una línea la que me dejo inmóvil y con un frio que no me ha dejado vivir en paz: “…entonces VETE..”

No dejo de ver tu silencio tan vivo frente a mis ojos. Y, como si fuera el único humano sobre la Tierra, tengo miedo, un miedo universal que me recorre la sangre y hace temblar de frio a mi cuerpo. Estoy en la punta de la montaña más grande desde el inicio de los tiempos, justo a un soplido fuerte del viento de caer. Voy a saltar porque ya no puedo soportar el vértigo de los días. Me veo en los espejos de la noche, a cada paso un rostro distinto. Camino hundida en la música que me consuela. No sé siquiera si merezco eso.
Que quede muy claro que no me victimizo pues soy una persona tan afortunada que, la mayor prueba es que esté escribiendo esto. Y, como cada respiro que doy, daré una explicación justificada que nadie ha pedido.

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